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Alma Delia Murillo

10/05/2014 - 12:02 am

Días de no ser madre, días de viajar

Me levanto a las siete de la mañana, no es una hora tan temprana pero ando como gallina turulata porque no he podido pegar el ojo hasta después de las tres pues tenía que dejar lista la maleta, la corrección de mi primera novela terminada para mandarla a la editorial  y un montón de trámites […]

Alberto Alcocer beco Bcocom
<em>alberto Alcocer beco B3cocom<em>

Me levanto a las siete de la mañana, no es una hora tan temprana pero ando como gallina turulata porque no he podido pegar el ojo hasta después de las tres pues tenía que dejar lista la maleta, la corrección de mi primera novela terminada para mandarla a la editorial  y un montón de trámites para mi fortuna electrónicos; lo que quiere decir que los puedo hacer en pijama y en mitad de la noche sentada en un cojín sobre el piso y bebiendo una copa de tinto.

Tengo treinta y seis años, no tengo hijos y tengo un par de ovarios que se acercan galopantes a la crisis de mi última oportunidad.

Mi amiga L también está de viaje fuera del país y sin conexión a Internet, pero me ha escrito que sí, que cuento con ella para un favor que le pedí. Tiene treinta y ocho años, y aunque sus ovarios están muy relajados tampoco dejan de galopar en la misma dirección que los míos. La ginecóloga le dijo que su salud reproductiva es perfecta, que todas las variables indican que podría ser tan fértil como una chica de diecisiete años, que podría embarazarse en cualquier momento. Cada vez que lo platica le gana la risa, una risa nerviosa, esa bellísima risa de quien es capaz de reírse de lo más profundo de sí.

C termina de pintar las paredes de su departamento nuevo luego de cambiar el grifo del lavabo y la llave de la ducha porque acaba de separarse. Después de un honesto proceso y de una conversación igual de honesta y decisiva ella y su marido acordaron que lo mejor era el divorcio. No tuvieron hijos, eso lo hizo menos complicado.

Y C pinta sus paredes, pone floreros en las mesas, selecciona el color de las sábanas, organiza su presupuesto individual, se enfoca en conseguir nuevos clientes para su empresa de banquetes porque sabe que se ha quedado sola. Tiene treinta y cuatro años, y aunque mucho tiempo pensó que su propósito en la vida era ser madre en este momento no es un tema relevante; ahora hay que sobrevivir, hay tanto que resolver. Pero también le duele. Ha sido duro, los primeros días no podía ni hablar y a pesar de todo nos mandó una foto para partir el alma: se ve su rostro con esos ojos como dos mariposas brillantes y su sonrisa inmensa junto a la brocha con pintura y la pared de la que será su nueva casa.

G, de treinta y ocho años, que regresó de una convención fuera de México hace poco, visitó al ginecólogo y le pidió una valoración para la cirugía de esterilización femenina; el doctor le sugirió esperar hasta que ella cumpla cuarenta. Mismo médico que a mí me ha mostrado un par de veces un catálogo con diferentes ofertas genéticas de “ejemplares masculinos” para la inseminación artificial: si lo quiero de raza caucásica, latino, afroamericano, alto, fuerte, atlético, artista o intelectual sólo es cuestión de elegir al padre ideal para mi hijo.

Todas las veces dije no y seguiré diciendo no. No quiero ponerme en plan omnipotente frente a aquello que está más allá de la comprensión humana o al menos de mi propia comprensión.

Ya veremos lo que la vida me depara. Porque ser madre es una elección, sí, pero yo creo que la concepción sigue siendo un misterio; ya me pueden acusar de retrógrada pero no puedo verlo de otra manera.

Conozco a X, M, G, T y B que intentaron el camino de la inseminación artificial y de la inseminación in- vitro: terminaron con el metabolismo destrozado, el equilibrio roto, la frustración desbordada; en tres de los casos en divorcio y ninguna de las cinco consiguió el embarazo.

La vida es una secuencia que se llama irse. Siempre nos estamos yendo. Yendo hacia otro lugar, hacia la vejez, hacia la muerte. Se nos van los segundos, la firmeza de la piel, los saludos, las despedidas.

Pero aquella secuencia de “Nace, crece, se desarrolla, se reproduce y muere” que resumía el trazo de la vida de un ser humano empieza a ser un saco que no le viene bien a todo mundo. Eso es lo que pienso mientras espero en el aeropuerto y hago malabares para mover mi maleta de doce kilos al trasladarme de una terminal a otra.

Lo que más me gusta de viajar es observar a las personas, escuchar sus conversaciones y esforzarme por entenderlas, buscar el momento adecuado para mirarlas y asimilar bien sus rostros; saber que un día me acordaré de eso y podré recuperar el color de una piel, una nariz prominente, unos ojos azulísimos.

Así el rostro de la mujer que va en el asiento detrás de mí en el tren. Habló por teléfono durante el trayecto, por eso me enteré que estaba saliendo de un refugio temporal para mujeres en situación de violencia; le llamó su hijo, habló también con un hermano y con su madre. Cuando arribamos a nuestro destino se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano. Hicimos contacto visual un segundo, nos sonreímos discretamente.

En el tren conté las maletas.

Conté a los viajeros.

Conté a las mujeres.

Conté a las mujeres que llevan hijos, eran poquísimas; sólo dos.

Lo que está pasando con la maternidad en algunos segmentos sociales es uno de los más impactantes fenómenos de nuestro tiempo, lo digo sin dudar: si hay un suceso puramente humano (olvidemos las industrias y la tecnología) que está cambiando la historia del rumbo de la humanidad es el hecho de que las mujeres decidimos postergar el momento de ser madres y, en algunos casos, cancelarlo. Eso mueve todas las macro estadísticas en las que enmarcamos el planeta: desde la población económicamente activa, el empleo, el desempleo, los ingresos y gastos, el índice de precios al consumidor; la salud física y emocional, el consumo de autos y de casas, de alimentos y alcohol hasta la nueva narrativa imaginaria de “la pareja” que es un concepto cada vez más abstracto y marginal, más raro. Y ningún nuevo Freud para ayudarnos, chingao. Bromeo, mejor que no nos ayude, no vayamos a quedar como los pobres victorianos de aquella época.

Así es como se ve ahora el panorama para algunas mujeres, no lo califico mejor ni peor que el de antes porque esto es lo que me ha tocado vivir como hija directa de la generación de las primeras feministas liberadas gracias al súper poder de la píldora anticonceptiva que, dicho sea de paso, parece ser que le debemos a un químico mexicano de nombre Luis Ernesto Miramontes, nayarita y visionario. Supongo que habrá chicas que se tomarán la próxima píldora con champaña a su salud.

El hecho es que no puedo dejar de preguntarme qué pasará dentro de veinte o treinta años y cuál será la tendencia.

Pienso en la romería del Día de las Madres, que esta vez me tocó lejos de México; pienso en la fiesta ridícula, en el culto fanático y me digo que ya sería hora de empezar a plantearnos el tema de otra manera pero no se me ocurre cuál. Luego me acuerdo de que no tengo respuestas porque en esa maleta no llevo más que doce kilos de preguntas que es lo que suele ocurrirme siempre que voy de viaje.

@AlmaDeliaMC

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